domingo, 19 de agosto de 2012



A veces te observo sin que te des cuenta, sólo a veces. Supongo que te das cuenta porque tú también me observas. Y nuestras miradas cambian como animales hábiles que se adaptan a alteraciones de su ecosistema, animales salvajes siempre. Cambiamos paralelos a nuestro ecosistema, con él, fusionados en un mismo ente. Supongo que el problema viene cuando el pequeño mundo al que debemos adaptarnos no es el nuestro, es entonces cuando la biología falla y rompemos todas las cadenas de la naturaleza y aparecen las mutaciones, siempre aleatorias.
A veces te observo sin que te des cuenta, y me observas, y nuestras miradas cambian como animales hábiles y salvajes, pero débiles.
Supongo que ella te ha abierto las puertas de su pequeña parcela, ordenada, delimitada con pequeñas vallas blancas, con geranios, rosas y buganvillas. El césped recortado, verde y fresco, húmedo. Andaríamos desnudos sobre él. Pero a ella le gusta observarlo, sentada en una silla blanca recién pintada. Y tú caminas, aterrado, con cuidado milimétrico porque sabes que las rosas son delicadas y se deshojan con el aire que haces al caminar. Y pisas el césped, asustado, porque sabes que con tu oxígeno podrían crecer nuevas hierbas, desordenadas y aleatorias, como mutaciones. Supongo que ella lo detestaría.
Mi mirada ha cambiado, y te observo como se observa a un animal enjaulado. Con lástima e impotencia. Quizás me esté comportando como una persona egoísta, o como un animal preso de sus instintos más humanos y básicos, pero no te reconozco. Y cuando descubres mi mirada, aparece tu violencia, pausada y sin fuerza, patética. Te asusta que observe vuestra su pequeña y ordenada parcela y mi caos la perturbe. No lo haré. Esperaré desnuda sobre amapolas y cascadas a que decidas volver a tu naturaleza.

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